Se trama un plan (Episodio 20) – La Plaza de San Agustín de las Cuevas está muy animada. Definitivamente están aquí todos los que se arruinaron con el intento de golpe de estado, es la gran oportunidad de recuperar sus fortunas. Crescencia acepta la ironía de que quizás una criada sea quien más pueda ayudarla en este difícil momento.
(SONIDO: Jolgorio, gritos animosos y ruidos de apuestas.)
CRESCENCIA: ¡Ve qué mujeres tan vulgares, con sus ojos puercos fijos en el juego!
FANNY: El banquero está muy bien alimentado. Tiene ojos de mujeriego y cara de estafador.
CRESCENCIA: (Riendo.) ¡Podrías estar hablando de mi esposo!
CORA: (Aparte.) El señor banquero parece más honesto…
GORDO: ¡Hagan sus apuestas!
FANNY: ¡Mira! ¡Una se inclina hacia adelante para que él pueda verle los pechos, mientras la otra roba las monedas de la apuesta!
MUJER UNO: ¿Crees que el presidente Bustamante pierda en la mesa?
MUJER DOS: Eso si la banca quiere…
GORDO: ¡Mímenme un poco para que les dé suerte!
CRESCENCIA: (Consternada.) Pero ¿qué hacen?
CORA: Las mujeres se pegan al gordo banquero. Una le habla al oído y la otra le besa el cuello.
CRESCENCIA: ¡Eso puedo verlo!
CORA: Ahora el banquero, con cara de banquete, ríe y toquetea las nalgas de ambas.
CRESCENCIA: ¡Eso también puedo verlo!
(SONIDO: Los pasos de las tres mujeres se acercan a la mesa)
MUJER DOS: Ay, Gordo, qué mano tan larga tienes…
FANNY: ¡Mejor vámonos de aquí!
CORA: Señoras, hay algo que no ven. Permítanme averiguar. Necesitaré unos tostones, señora Crescencia.
(SONIDO: Crescencia bufa, se escucha ruido de monedas.)
FANNY: (A Crescencia.) No te enfades, confío en que Cora pueda mostrarte cómo proteger tus bienes.
CRESCENCIA: ¿Cómo? ¿Mostrando los pechos y robando?
FANNY: No hará falta, ten paciencia… Mira. Cora ya está hablando con ellas…¿ Para qué les dará los tostones? (Pausa. Continúa con un tono positivo.) ¡Ja! Mira cómo se ríen y hablan con mucha confianza con Cora.
CORA: (Se escuchan sus pasos acercándose. Contenta.) Señoras, por un treinta por ciento cualquier banquero puede pelar a quien sea o hacerle ganar una fortuna.
CRESCENCIA: ¿Y eso para qué nos sirve?
FANNY: Para asegurarte el setenta, Crescencia… ¿Debemos persuadir al banquero?
CORA: Nosotras no, señora… Son cosas de hombres, tendrá que ser el secretario de gobierno.
FANNY: No podría pedirle tal cosa, es inmoral…
CORA: La señora Crescencia se lo debería pedir y ofrecer a cambio la cabeza del traidor.
CRESCENCIA: ¿Entregar a Santiago? ¡Antes muerta!
CORA: ¡De hambre!
FANNY: Es un alto precio. Puedes hablar con sinceridad con el secretario, rogarle que se arregle con el banquero para que haga perder a Santiago, le pagas el treinta por ciento a la banca y recuperas mucho más de la mitad. Y si entregas a Santiago, ya nunca más te quitará nada.
CORA: Si lo deja bien pobre, va a terminar de lépero.
CRESCENCIA: (Dudando.) No, no puedo hacerle eso…
FANNY: Es una decisión muy difícil, pero es la forma de tomar tu vida en tus manos. Y ya conoces la otra opción…
CORA: Deje que el señor Santiago siga paseando a sus amantes con sus joyas, señora Crescencia, y mientras, ¡rece!
FANNY: Allá está Santiago, a punto de empezar a apostar. Ya tienes que decidir…
CRESCENCIA: Acompáñeme, Fanny, hablaré con el secretario…
Después de mi carta anterior hemos estado en San Agustín de las Cuevas, un pueblo desierto la última vez que lo vi, pero vasta colmena y hormiguero durante tres días en el año. ¡San Agustín! Al oír tu nombre ¡cuántos corazones palpitan de emoción! ¡Qué de manos registran maquinalmente los bolsillos vacíos! Cuántas visiones de onzas de oro, que se fueron para siempre, no pasan por delante de los ojos angustiados! ¡Cómo se oye de nuevo el apagado cacareo de los gallos heridos! ¡Quérasguear de guitarras y tocar de trompetas vuelven a escucharse! Otros, sin embargo, pueden echar una vista a su alrededor satisfechos de ver su hacienda bien abastecida y sus raudos y cómodos carruajes, y recordar el día en que, con una capa raída y tres modestas onzas de postura, solicitaron por vez primera los favores de la Fortuna, y al cabo de unos días en San Agustín, en donde llegaron indigentes y desconocidos, se encontraron poseedores afortunados de oro, de tierras y de casas, y aún más todavía, gozando de una fama sin tacha, pues el que hace volar el polvo de oro ante los ojos del vecino le empaña la vista. Mas estos favorecidos de la diosa ciega son pocos y ocasionales, y en su mayoría se convierten, para más seguridad, en accionistas de las partidas de San Agustín, colocando así sus dineros en algo mucho más seguro, decididamente mucho más, que si lo depositaran en el Banco de los Estados Unidos. Esto es, cuando menos, lo que dicen los periódicos cuando escribo estas líneas.
El tiempo, que en sus revoluciones todo lo transforma, ha respetado la fiesta anual de San Agustín, en donde nada ha variado: Cambian las modas; la graciosa mantilla cede poco a poco su lugar a los sombreros, de no tan bonito efecto. El antiguo coche, que se mueve con la lentitud de una caravana, con la Aurora, de Guido, pintada en sus vistosos tableros, es eclipsado por el carruaje construido en Londres. Las costumbres de antaño pasaron a mejor vida. Ya las señoras no se sientan en los portales a comer pato asado con los dedos o con la ayuda de las tortillas. Hasta las chinampas se quedaron inmóviles y aun, a veces, se juntaron con el continente. Pero la fiesta de San Agustín descansa sobre bases mucho más sólidas que el gusto, la costumbre o el flotante suelo. Sus cimientos son el amor al juego, que, según se dice, es pasión inherente a la naturaleza humana y que ciertamente impregna a todo mexicano, sea hombre, mujer o niño. Los pordioseros juegan en las esquinas de las calles o bien bajo los portales; los niños juegan en los pueblos, y los cocheros y lacayos juegan a las puertas del teatro mientras esperan a sus amos.
Pero a pesar de que sus manos están ocupadas en ello durante todo el año, hay tres días consagrados anualmente al juego, y en los cuales se brindan toda clase de facilidades a los que están dispuestos a arruinarse o a arruinar a sus semejantes; y todos los alicientes que puede proporcionar la sociedad son válidos con tal de hacer la tentación más seductora. Así como la religión se usa para santificarlo todo, bien o mal; como el ladrón pone una cruz a la entrada de su guarida, y los expendios de pulque suelen llamarse “Pulquería de la Santísima Virgen”, así esta temporada del juego se celebre en las fiestas de la Pascua, y las iglesias y las casas de juego abren sus puertas al mismo tiempo.
El pueblo es bonito y pintoresco, y una lápida que hay en la entrada nos informa que lo construyó el diligente virrey Revillagigedo, con el producto de dos loterías, según nos asegura el Señor… Está situado en un lugar muy ameno, en medio de villas y huertas muy hermosas, con las copas de los árboles frutales asomándose por encima de las altas paredes que bordean los callejones. En este tiempo los árboles están cargados de chabacanos ya amarillos y de la ciruela color púrpura en madurez, mientras que las ramas de los perales se vencen bajo el peso de sus frutos. Los jardines se ven llenos de flores; las rosas en su última floración cubren el suelo con sus rosados pétalos, y la fragancia del jazmín y del chícharo de olor embalsama el aire. Apenas han empezado las lluvias, pero unos cuantos chaparrones asentaron el polvo y han refrescado la atmósfera. Las villas campestres se ocupan con la gente más alegre y distinguida de México, y cada casa y cada cuarto del pueblo han sido tomados en alquiler con meses de anticipación. Las señoras se ponen sus más elegantes trajes, esperando con ilusión el vértigo de los bailes, las peleas de gallos, las apuestas en las casas de juego, los banquetes, el engalanarse y los paseos por el campo.
La calzada que va de México a San Agustín se ve transitada por una infinita variedad de vehículos: carruajes, diligencias, coches de alquiler, carros y carretelas Los que no tienen los medios de ir en cuatro ruedas, van a caballo, en burro o en mula, llevando dos y, si es necesario, hasta tres jinetes el mismo animal. Llenan asimismo la calzada cientos de peatones que emprenden el fatigoso viaje, alucinados por quimeras de plata, y con unos tlacos ocultos bajo los harapos. En un coche tirado por seis caballos pasa el Presidente en persona, escoltado por varios ayudantes, sancionando con su presencia todas las diversiones de la fiesta. Le sigue un cortejo de generales y oficiales mexicanos y no es raro presenciar el edificante espectáculo de un Presidente sentado en su palco en la Plaza de Gallos cruzando apuestas con algún pícaro que está en el palenque, sin chaqueta, sin zapatos, sin sombrero y, probablemente, sin vergüenza. Cada quien, sin embargo, por humilde que sea su condición, puede gozar, mientras da curso a sus inclinaciones especulativas, en la creencia de que no hace otra cosa que seguirles los pasos a los magnates de la tierra y, como diría Sam Weller: “Vaya un consuelo para sus sentimientos.
De todos modos, no, puede uno imaginarse un cuadro más alegre que el que presenta el pueblo según vuestro coche va pasando por los estrechos callejones hasta desembocar a la plaza principal, entre oleadas de vehículos y de pedestres viajeros, no obstante que la mayoría de las caras revelan que no es sólo el placer lo que los ha traído a San Agustín. En torno a la plaza están las casas de juegos, donde por tres días y tres noches las mesas están siempre ocupadas. En los montes de polendas sólo se juega con oro; más como hay lugar para todos, los hay también más modestos con apuestas de plata, mientras que al aíre libre y bajo unos sucios entoldados, se ven hileras de mesas con montones de cobre, en donde acuden los léperos y los indios envueltos en sus frazadas que juegan al monte imitando a la gente principal, pero en una medida más conforme con sus cortos medios.
Madame Calderón de la Barca, San Agustín de las Cuevas, 15 de junio de 1840
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